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Me resulta duro, pero creo que debo hacerlo.

Como católico -malo- que soy me encuentro casi a diario con un sentimiento de zozobra ante la indigencia moral en la que se encuentra gran parte de nuestra sociedad sin que exista una respuesta firme y constante por parte de aquellos que consideramos que el mensaje de Cristo ha de ser la base en la que se asiente el pensamiento y la moral de nuestra sociedad.
Cuando escribí Lluvia Fina, entre enero de 2013 y marzo de 2014, toqué bastantes temas relativos a la religión y al modo en el que la enfocamos; al empezar con Niebla consideré que la Iglesia es la que tiene que dar respuesta a las inquietudes de su rebaño, y que mi contribución podría valer más para despistar que para arrojar luz en aquellos que me leen y sienten inquietud por este tema. No sé si hice bien, como tampoco supe cuando escribía si lo hacía y como no sé si hago ahora, pero volveré a intentarlo para así quedarme más tranquilo, si en algo puedo contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor.
Jesucristo nos dio un mandamiento nuevo, que nos amáramos los unos a los otros, y en su paso por este mundo nos dejó una serie de enseñanzas que en general no observamos. Desde el Sermón de la Montaña a cualquiera de sus parábolas, cuando nos dijo que no juzgáramos, cuando contestó que al César lo que es del César... hay muchas palabras atribuidas que se le atribuyen directamente y que, no obstante, no seguimos. Hoy algunos nos encontramos en que se nos culpa a las ovejas de que los pastores nos hayan perdido, y a nuestra habitual mala conciencia tenemos que unir un sentimiento de desamparo que el Papa Francisco intenta acallar mientras muchos le ponen palos en las ruedas.
También nos encontramos con que los Mandamientos son olvidados en su mayoría: Ya no es que no se ame a Dios sobre todas las cosas, o que haya habido una revolución sexual que nos hace pensar en que el sexo es lo más importante de la vida, sino que en aquellos mandamientos que se refieren a pecados capitales ni siquiera nos creemos que estamos haciendo nada malo: Robar, mentir, codiciar... están en nuestro día a día y no sólo es la lujuria lo que nos aparta del camino a la salvación; y escribo salvación con minúscula, no refiriéndome a la eterna que los creyentes anhelamos, sino a la de la misma humanidad. Queremos más y no nos paramos a evaluar si hacemos lo correcto para conseguirlo, instalados en una falsedad permanente que nos hace mentirnos a nosotros mismos tanto como ocultamos la verdad a los demás.
El problema ya no es, por lo tanto, que no sigamos el Catecismo o los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, sino que ni siquiera creemos que el contenido de las tablas del Sinaí, que es la base de casi todo el derecho occidental desde hace milenios, tenga mayor importancia.
Y así corremos hacia una decadencia, en una huida hacia adelante que no nos deja ver que estamos llenos de odio, que no perdonamos ni la primera vez, que juzgamos permanentemente aunque no estemos libres de culpa, arrojando nuestras piedras a todos los que nos rodean hasta hacer del escarnio y la crítica la base de nuestros medios de comunicación y de nuestras relaciones sociales.
San Pablo escribió que al atardecer de la vida seríamos examinados del amor, y nos preparamos para serlo acerca de una gloria humana que no concuerda con lo de ´ser los últimos ni con lo de hablar con Dios en lo oculto, queriendo figurar primeros para satisfacer un orgullo tan humano y tan poco a la vez, que nos hace olvidarnos de para qué fuimos creados. Espero que algún día recordemos que no hay que matar, que no hay que mentir, que no hay que robar y que no hay que codiciar los bienes ajenos, tal vez ese día comprendamos porque nos cuesta tanto ser fieles y honestos y empecemos a amar al prójimo como a nosotros mismos. Ojalá que así sea.

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