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El tiempo que pasa, inexorable.




1. El Alvia.

 Como si fuera un punto de fuga en un cuadro de Tintoretto lo primero que me atrajo aquella muy temprana mañana de verano, húmeda y lluviosa, fueron esas velas que recordaban la tragedia pasada hacía muy pocos días en Angrois. Yo estaba a punto de coger el mismo tren, el Alvia de Madrid, pero en el sentido inverso de la marcha. Reinaba cierta conmoción en la estación, pese a estar prácticamente vacía. Después de equivocarme de tren y estar a punto de acabar al otro extremo de España ocupé al fin mi asiento y me dispuse a disfrutar del viaje. A mí me encanta viajar en tren y ese trayecto era completamente nuevo para mí, ya que mi último viaje desde La Coruña fue por la vía antigua.

El brusco descenso de la velocidad del convoy me indicó que ya estábamos llegando a la famosa curva y afiné mi atención. Como siempre cierto pudor me hizo dudar por un instante, pero al final la visión del punto exacto del desastre me hizo santiguarme y pedir en muda oración por las almas de los que allí acababan de morir.

El asiento de al lado estaba ocupado por cuatro cuarentonas con esa cara que sólo tienen los que han completado el Camino de Santiago por primera vez; me miraron asombradas y, al girar la cabeza y darse cuenta de dónde estábamos se santiguaron a su vez. Dudo  haber participado nunca en un momento similar, en el que un grupo de desconocidos se entienden en un instante sin que medien palabras.



2. El Mar Egeo y el  Prestige.
Al igual que en el naufragio del Mar Egeo me cogió en Madrid. Recordé mi regreso de entonces, cuando desde el tren empecé a distinguir las manchas de crudo en la costa. Mi hermano, un amigo y yo que después compartiríamos otro momento triste (pero no dramático) nos quedamos mirando hacia nuestra ría. Llevábamos unos días recibiendo un bombardeo de imágenes y estábamos bastante sensibilizados con el tema.

Pero yo no estaba preparado para lo del Prestige  ¿Otra vez? Eso era en lo único en que podía pensar ¿Por qué nos pasa esto otra vez? Y ya con más años y más consciente de la falta de regulación, de seriedad, previsión y sinceridad asistí estupefacto a una contestación social que nunca compartí. Al final parecía que el gobierno de Aznar había hundido el barco a propósito, y éste lo intentó solucionar regando de millones a los municipios afectados.

¿Sabéis qué? Todavía hoy en día me gustaría ser millonario para pagar a algún pintor un único encargo: Que refleje en un cuadro el contraste de los monos blancos y el negro chapapote, contra una ardiente puesta de sol como sólo se puede ver en Galicia. Creo que por muchos años que viva no olvidaré nunca las lágrimas de impotencia en los telediarios al ver la Costa de la Muerte y toda la cornisa cantábrica manchada de negro como si un nigromante maléfico hubiera extendido un velo de inmundicia sobre todo lo bello y sagrado.



3. El penalti de Djukic.

Los tres que compartimos silencio cuando el naufragio del Mar Egeo nos abrazamos cuando el árbitro pito penalti en aquel partido contra el Valencia. Pese a alguna desgracia familiar y otras cosillas había sido un buen año y nuestros tiempos de universitarios en Madrid auguraban convertirse en un fructífero paso por la capital. En mi caso el fallo de Djukic se convirtió en un augurio de lo que iba a pasar después con mis estudios.

Creo que nunca había visto al pueblo gallego tan triste a la vez. Fue como si una ilusión común se hubiera visto destrozada por la realidad, como si el mundo nos pusiera por primera vez en nuestro sitio. Hablo, por supuesto, de mi generación, ha habido desgracias terribles que han vivido otros y que nos harían enrojecer al ni siquiera insinuar que los actuales gallegos hemos sufrido más que en otras generaciones.



4. ¿Y por qué he he elegido estos tres acontecimientos?
Pues no sé exactamente por qué, y reconozco que podrían haber sido otros naufragios, los incendios del 2006 o de cualquier otro año o buscar algún hecho luctuoso para reforzar mi posición; pero lo cierto es que no voy por ahí.

Entre el primer y segundo naufragio referido pasó algo que no había pasado nunca, que no sé exactamente como definir: España fue un escaparate mundial en 1992, con las exitosas Olimpiada de Barcelona y Exposición Universal de Sevilla. Galicia quedó al margen del fenómeno y habría seguido siendo una aldea húmeda si no fuera por que en 1991 se decidió que el Camino de Santiago era uno de nuestros principales valores. La cada vez más numerosa e internacional afluencia de caminantes ha ido poniéndonos en el mapa como destino mágico y fresco donde purgar nuestros pecados pasados, pero el fallo de Djukic provocó una ola de empatía que se materializó en la marea blanca que nos ayudo a limpiar nuestra costa después del naufragio del buque de Apostolos Mangouras.

Porque nadie vino cuando se hundió el Mar Egeo, y no nos pareció extraño, pero después de esos trágicos sucesos nos convertimos en una comunidad querida y respetada, y aquellos que pensaban que éramos un pueblo atrasado vinieron y nos conocieron, y conocieron nuestro aislamiento ancestral, pero también nuestra hospitalidad y, sobre todo, la fidelidad hacia aquellos que saben ganarse nuestro afecto.

Y además porque al final el Depor ganó otra liga y fue un equipo noble y luchador que era ronocido por jugar siempre limpio.Y porque nuestra costa puede más que el petróleo crudo. Y porque el accidente de Angrois está inmerso en un proceso judicial en el que se investiga qué ha pasado con la alta velocidad en Galicia.

Y porque desde que se hundió el MarEgeo Inditex, Hijos de Rivera, Zeltia y muchísimas más empresas gallegas han salido al mundo con la cabeza alta y nos han llenado de orgullo y nos han hecho ver que no queremos ir para atrás, que la suerte o el destino nos pueden golpear, pero que volveremos a levantarnos con las rodillas llenas de sangre, hierba en el pelo y tierra en la camiseta y, dándole a las cosas la importancia que tienen, seguiremos hacia adelante por los nuestros.

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