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Un pequeño homenaje a Woodehouse.

Aquella podría haber sido una hermosa mañana de verano, al menos eso pensaban unos cien mil ferrolanos al comprobar por décimo día consecutivo que el dieciséis de Julio tampoco iban a ir a la playa. A Ovidio García, a la sazón Heredero del Marquesado de Amboage, no pareció importarle mucho esa circunstancia, ya que desde su personal punto de vista el sol era algo más bien para el proletariado que para los señores.

Su mente, sin embargo, no estaba exenta de preocupaciones, por lo que llamó a su fiel sirviente Arturo en cuanto se consideró en un estado más o menos presentable.

- Arturo, buenos días.
- Buenos días, señor.
- Tengo una preocupación que me aqueja desde hace tiempo.
- Si puedo ayudarle.
- Eso creo, eso creo. En parte usted está afectado por la determinación que he tomado.

Arturo procuró no mostrar la emoción que le embargaba: Las anteriores determinaciones del Heredero no habían brillado por su lógica y habíanprovocado algunas consecuencias no previstas.

- Arturo, dígame: ¿Cree usted que soy anticuado?
- ¿Señor?
- Sí, verá... el otro día estaba viendo el televisor y el locutor de un report - Se interrumpió - ¡Vaya! ¡Si parece que he hecho una poesía! ¿Se ha dado cuenta, Arturo?
- Perfectamente, señor, precisamente iba a hacérselo notar.
- En fin, qué jocoso; pero déjeme continuar que pierdo el hilo. Decía que el locutor contaba cómo es el mundo actualmente y me sentí un poco... ¿Descolocado, se puede decir así?
- Sin duda, señor.
- Bien, el hombre teorizaba sobre las relaciones entre los señores y sus sirvientes, los padres con sus hijos. Le confieso que me quedé atónito ante todo lo que escuchaba.
- No debería hacer caso de esas cosas, señor.
- Eso pensé yo... sinceramente, no le veo a usted llamandome Ovidio.
- Líbreme Dios, si me permite decirlo.
- Se lo permito, por supuesto. ¿Y qué me dice de mi hijo?
- ¿Señor?
- Sí; nuestra relacón es más bien tirante: El otro día, sin ir más lejos, me acerqué a él para aconsejarle que dejara a esa chica que frecuenta. "Matías", le dije, "deberías dejar de frecuentar a esa joven". ¿Y se puede creer que sólo puso una mueca y se fue sin mediar palabra?
- Eso debe ser porque rompió con ella hace meses.
-¿En serio?
- Ciertamente, señor. Y además hay otra cosa...
- Dígame, dígame: No dejo de aprender cosas.
- El nombre de su hijo...
- ¿El nombre de mi hijo? Confieso que no le comprendo, Arturo: Explíquese.
- Ejem... se llama Elías, señor.
- ¿Elías? ¡Pero cómo...! En fin, tendré que hablar de este tema con la señora.
- La señora ha salido, señor.
- ¿Ah sí? ¿Y dijo adónde iba?
- No, señor, pero por su atuendo diría que se dirigía a Amboage: Hoy es sábado.
- ¡Ah, sin duda, sin duda! Espero que traiga esa vianda tan popular ¿Cómo se llama, Arturo?
- ¿Empanada?

Al Heredero le brillaron los ojos de forma ensoñadora.

- Sí, eso es, empanada. Qué gran invento. Dígame, Arturo ¿Usted conocía de la existencia de ese manjar?
- En efecto, señor. Creo que es muy consumida entre las clases más populares.
- No me extraña, es sencillamente deliciosa... deberían ponerle diferentes rellenos.
- Lo hacen, señor.
- ¿En serio? Verdaderamente, el espíritu innovador de las clases bajas es sorprendente. Suerte que he decidido renovarme y adaptarme a los tiempos que corren.
- Decididamente, señor.
. Bien, Arturo, prepare mi yegua para mi paseo diario. Hoy voy a variar mi recorrido, daré la vuelta a la finca en el sentido contrario.
- Bien pensado, señor, eso es innovar.
- Gracias, Arturo.
- Y si me permite cierta familiaridad...
- No lo dude, recuerde que soy un hombre nuevo.
- Bien, entonces, sin querer ser impertinente... ¡Bravo, señor!

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