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El castro de Lobadiz.

Desde la primera vez que viví fuera, allá por mis primeros años de universidad, empezaba a sentir un nerviosismo por estas fechas debido a la proximidad de la Semana Santa ferrolana que ya hace muchos años que dejó de ser algo local para convertirse en un evento cada vez con menos fronteras. Porque es cierto que una vez alcanzada la declaración de interés turístico internacional nuestra Pasión convierte al viejo barrio de La Magdalena en un incesante ir y venir de foráneos y de retornados que no quieren perderse la que es sin duda la semana más animada de la ciudad; este año coincide con la celebración de las Pepitas, lo que puede atraer a visitantes (lo dudo) pero que sobre todo puede servir para promocionar ese ya centenario evento que sólo se celebra en nuestras tierras. Además Equiocio, ese salón del caballo tan inesperado cuando se inició hace casi veinte años y tan nuestro hoy en día, atraerá a gente del mundo ecuestre y animará aun más las calles a partir del día 24 de Marzo...


Sin embargo mi comezón no era provocada entonces por estos eventos, pese a que los tres me gustan y creo que destacarían en cualquier otra ciudad que tuviera menos complejos que aquella en la que crecí. No, normalmente en estas fechas realizaba una visita al ocaso de Lobadiz, que es una de nuestras ruinas más desconocidas.

Inexpugnable por mar, bien defendido por sus murallas en tierra.

Llegar a Lobadiz no es difícil si sabes a dónde quieres llegar: Se accede desde el pinar que une a las playas de Doniños y San Jorge por un ancho camino de tierra. La prueba de que has llegado es que encuentres unas cabañas de pescadores y una pequeña playa a la derecha.



Has llegado: ¿Cuántos colores ves?

No intentes identificar los restos arqueológicos: No te aportarán nada aunque sepas donde están enterrados bajo la maleza; tal vez un día algún equipo arqueológico decida desvelar los arcanos escondidos bajo siglos de lluvias y tormentas, pero hoy no es ese día: Sube el camino de acceso y piensa que las murallas de maleza esconden sus antiguos muros, pero no te compliques con eso, tan sólo continúa el ascenso hasta que veas el pequeño radio-faro que puedes ver en la foto. Allí sólo tienes que sentarte y esperar a que se ponga el sol mientras observas las aves marinas y a las manadas de delfines y arroaces que se van moviendo en el mar de los ártabros y mientras escuchas la sinfonía del agua y la roca y el coro de las gaviotas.

Después regresa caminando hacia el pinar y tal vez descubras un tejón u observes el nervioso vigilar de las ardillas, es posible que incluso atisbes la sombra de los murciélagos y los chotacabras que limpian de insectos el aire.

Cuando tengas los pulmones llenos de oxígeno y los ojos llenos de color vuelve si quieres a Ferrol y tómate un vino blanco en uno de sus mesones, si es con unos mejillones o unos chocos mejor aun: En ese momento tal vez entiendas porque nunca dejamos de ser de Ferrol, y entiendas esa combinación de emociones, nostalgia, alegría y añoranza que los gallegos llamamos morriña.

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