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El clamor del último silencio.

Un silencio frío y absoluto, la desolación, la esperanza infundada, la permanente sensación de un vacío irrecuperable, el dolor... sobre todo el dolor; un dolor que ya nunca se va del todo de tu rostro y que instala permanentemente una sombra que oscurece todas las felicidades que vengan después: Si alguno habéis tenido la desgracia de sufrir la muerte inesperada de alguien cercano sabéis perfectamente de qué estoy hablando. Yo he tenido ese privilegio en varias ocasiones, y mis padres lo tuvieron antes que yo, y mis dos abuelas también.
Hoy de pronto recordé a un anciano jesuita con el que me confesaba cuando la vida me llevó a Madrid. Tras un tiempo surgió una confianza mutua que hizo que nos confesáramos detalles personales y, al menos en lo que a mí respecta, surgió una amistad que derivó en un profundo amor basado al principio en el respeto y después en una afinidad y comprensión mutua que le motivó un día a contarme que su padre se había despedido de él y de sus hermanos durante los terribles años de la II República: Sabía que un día no regresaría, como así fue. A mis dos abuelas les pasó lo mismo en los primeros tiempos de la guerra. No puedo imaginar como debió de ser la espera, la incertidumbre, la esperanza, la desesperación... hasta el día en que a una le confirmaron el asesinato de su marido. Con la otra fue peor: Le pidieron ir a identificar un cadáver, ya descompuesto, que reconoció por las ropas que llevaba ese día cuando salió para escuchar Misa en esa España que había decidido desangrarse.
Años después volví a saludar a ese viejo amigo, y ya no me reconoció: su vejez le había privado de la memoria cercana y, aunque quiero creer que en sus ojos reconocí cierta familiaridad, sé que su cuerpo ya cansado apenas atisbó algo más que unas facciones familiares.
Hoy sé que poco después murió, porque intenté volver a verlo en su confesionario y un rostro ajeno y un nombre desconocido me confirmaron que su pena se había marchado con él. Descanse en paz.
Por eso cuando los nacionalistas me cuentan que a su abuelo "casi" lo pasearon por hablar en gallego no puedo argumentar ni tratar de explicarles las mentiras que subyacen en ese discurso victimista de todos aquellos que confunden el amor a su tierra con el odio a los que no son como ellos.
Porque para mis abuelos no hubo ese "casi", y no me contaron nunca lo malos que eran los que los ejecutaron sin ningún tipo de piedad por su condición, como al padre de mi amigo y como a otros tantos a los que ahora denigramos como si las víctimas del odio religioso y social que asoló Europa en el Siglo XX no fueran más que unos cuantos ricos que dedicaban su tiempo a oprimir a los necesitados.
Hay también otros (aunque en realidad son los mismos) que pretenden enternecernos con la tristeza de los pobres niños que no pueden pasar las navidades con sus padres porque están sufriendo condena en la cárcel. No puedo evitar recordar el día que vi el cuerpo despedazado de Ramón, de como los cómplices de los asesinos trataban de amedrentar a las sufrientes familias, del acoso constante, de los que se fueron porque no pudieron o quisieron aguantar más, de los asesinados, heridos, mutilados o de los que llevan cicatrices de las que no se ven... porque a veces hace más ruido en el alma la ausencia que las bombas asesinas.
No es que tenga mucha esperanza en que la sinrazón se arregle en un plazo corto, pero sí deseo realmente y le pido a Dios que los que alimentan el discurso del odio y la discriminación se paren por un momento a pensar en ese clamoroso silencio, en esa desesperanza, en ese frío inmisericorde y eviterno que trae siempre la muerte de un ser querido, y que lo piensen antes de imponer sus ideas por la fuerza. Tal vez ese día el mundo empiece a ser un lugar mejor.

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