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Ya no sé si es pena o es vergüenza.

No, no voy a escribir de estúpidas titulaciones académicas cuyos egresados jamás han ejercido porque no tienen una aplicación práctica en la vida real; tampoco voy a hablar de intrusos en la política que huérfanos de otro modo de buscar la fama se dedican a verter injurias o insultos hacia las creencias de una parte más o menos amplia de la población.
No, a mí me parece que vivimos en una sociedad viciada en la que un segmento de la población prefiere pasar el tiempo desuniendo y enfrentando a aquellos que debía buscar reconciliar, subsanando las heridas que nos han infligido los años y la historia.
266.000 euros, eso es lo que me conmueve: Es el precio de una aldea en el Caurel a escasos diez minutos del Cebreiro, que no es sino la puerta de entrada a Galicia de más de ciento cincuenta mil peregrinos que recorren el Camino Francés cada año. Nos cuentan que ya existen portales inmobiliarios que se han especializado en la venta de núcleos rurales deshabitados y que la única manera de devolverles el esplendor pasado es convertirlos en alojamientos turísticos de gama alta en los que se revive con cánones actuales una vida que ya no existe y no va a volver.
Y me da pena pensar que la etnografía estudie ese conjunto de costumbres tradiciones y modos de vida ancestrales como quien estudia latín o griego clásico, de una manera forense en la que poco se hace más allá de certificar las causas de la muerte.
Y me da vergüenza comprobar como un nacionalismo paleto y una política que sólo funciona en tanto sus acciones favorezcan a sus intereses partidarios no intervienen más que para promocionar un nuevo idioma que nadie habló jamás (sí, me refiero a ese gallego "reintegracionista" que pretende que ochocientos años de evolución lingüística deben ser revertidos para acercar el gallego al portugués y así justificar su diferenciación del castellano) y para inventar tradiciones que no se extendieron para buscar un hecho diferencial que obvia que Galicia y España siempre fueron parte de un todo hasta el punto de que la única diferenciación real que se conoce es la que separaba a las zonas de influencia celta (del Ebro y el Duero hasta el Finisterre cubriendo la cornisa cantábrica) con las de influencia íbera (el resto de la Península Ibérica), hasta el punto de que desde los primeros escritos de la historia a los ibéricos (del Ebro, por supuesto) siempre se nos catalogó como celtíberos.
Pero todas las costumbres paisanas que de verdad imprimieron ese carácter soñador y viajero, esa adaptación al medio en que hacían su vida, todo ese conjunto determinado por la posición geográfica, el clima, el terreno, la orografía o la vegetación... importa poco o nada y no mueve a aquellos que dicen defender lo nuestro a frenar esa sangría demográfica que está convirtiendo el interior de Galicia en un paraje inhóspito en el que es noticia que nazca un niño.
Y nosotros, encantados, acudiremos a esas casas propiedad de inversores extranjeros en las que nos darán a probar una miel extraordinaria y un queso tan bien hecho como falto de artesanía y nos creeremos que hemos vuelto al pasado mientras enviamos por guasap una preciosa foto cenando en un hórreo o utilizando un pozo como mesa de comedor.
Y esa parte de Galicia y de España que ha quedado a cientos de kilómetros del AVE y que no espera que se la dote de servicios actuales desaparecerá para siempre por 260.000 euros pagados en cómodos plazos por los urbanitas ecologistas que creemos que este mundo en que hemos decidido vivir es mejor que el que nos legaron nuestros padres, y por eso ya no sé si siento pena o es vergüenza, aunque seguramente sea un poco de ambas, porque sé que al final yo también caeré en la trampa de que criar doscientas cachenas y plantar tomates de formas feas es cuidar nuestro patrimonio y ser justos y agradecidos con los que nos precedieron.


https://www.lavozdegalicia.es/noticia/galicia/2018/09/13/castillos-pazos-aldeas-precio-saldo/00031536857582670749951.htm

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