A los restaurantes gallegos de fuera de Galicia les suele pasar que al resto de los restaurantes temáticos: A los propios no les suelen gustar, y los ajenos depende del conocimiento que tengan de la cocina en cuestión. Pero a los restaurantes gallegos se les une otra circunstancia, y es que muchos de sus dueños conocen la cocina gallega de hace años, por lo que no reflejan la enorme evolución sufrida por la misma en los últimos años.
Cuando empecé a comer fuera en mis años mozos había en mi Ferroliño una especie de repóker (o de full, no sé yo) en el que chocos, chipirones y pulpo eran acompañados por zorza y rajo (o raxo, como se dice ahora). Era bien difícil salirse de este menú tomando tapas y no pasar directamente a cocina española genérica. El marisco, la ternera gallega, los cocidos, lacones o caldos eran cosa de restaurantes más o menos asequibles; las empanadas, los panes, quesos o chorizos ahumados eran cosas populares de mesones o patrones. Y alguno cree que seguimos en ese punto.
En el nordeste un día se dieron cuenta de que la sidra no acababa en Ribadeo, en algún momento alguién descubrió que nuestra cerveza más típica era además de las mejores, otros llevaron al paroxismo la cremosidad hecha queso, otros al pan. Algunos decidieron sublimar el grelo y llevarlo al lugar que le corresponde, otros difundieron el lento y pausado trabajo de llevar un capón al mercado y otros mostraron al mundo que hay pimientos más allá de Padrón.
Y sí, nuestros jóvenes cocineros empezaron a estudiar, a viajar, a conocer, a comparar, y algunos llegaron a la conclusión de que nuestra cocina, incluida la tradicional, puede batirse en duelo con cualquier otra que se le ponga a tiro.
Y algunos de esos jóvenes, y otros que están dejando de serlo, han decidido que lo de aquí, aquí. Y claro, de vez en cuando alguien trata de convencerme de que tiene elementos de juicio para hablar de la cocina gallega porque ha comido en un restaurante cuyo cocinero tiene un primo que conoce a una señora que estuvo casada en segundas nupcias con un asturiano que los fines de semana a veces iba a Lugo... y de verdad que no es igual.
El otro día un muchacho oscuro como una noche en una corredoira, con un deje que si fuera más sureño sería de África... y simpático y entregado en su oficio de camarero me dijo en un restaurante gallego más que aceptable de San Fernando (Cádiz) que no podía pedir queso de Arzúa de postre. -¿Y eso? - Pregunté sorprendido. - Pues porque es queso...
Y claro, me salió la condescendencia desde lo más profundo del granito de Porriño o de las aguas del padre Eume, y le pregunté que quién de los dos era el gallego. Y es que hay mucha gente que opina de la cocina gallega sin haber cruzado nunca el Piornedo, y eso es arriesgado, porque los autótonos sabemos que no todo lo bueno que se come en Galicia atraviesa los límites geográficos de nuestra región. Tal vez por eso siempre queramos volver.
Y es que a mí hay días que el cuerpo me pide el brillo de los rayos del ocaso a través de una copa de ribeiro, con uno de esos platos que no existían en mi niñez y que ahora nos traen el sabor de una noche de otoño, el frescor de un chapuzón en nuestro helado Atlántico o el pausado lloviznar en un prado en primavera.
Ya, ya sé que algunos no entendéis lo que digo. De hecho ni siquiera quiero que me entendáis; ¿Cómo ibais a hacerlo si no habéis saboreada unas navajas en Combarro entre el chapotear de los botes, los saltos de los delfines y el reflejo de los cisnes en la Ría? ¿Cómo ibais a hacerlo si no habéis creido que el mundo se ha vuelto esmeralda en una tarde de verano en Caaveiro? ¿Cómo ibais a hacerlo si no os habéis zambullido en nuestro mar con su sabor a erizos y su olor a oeste? Si, huele a Oeste, y si no lo entiendes...
Cuando empecé a comer fuera en mis años mozos había en mi Ferroliño una especie de repóker (o de full, no sé yo) en el que chocos, chipirones y pulpo eran acompañados por zorza y rajo (o raxo, como se dice ahora). Era bien difícil salirse de este menú tomando tapas y no pasar directamente a cocina española genérica. El marisco, la ternera gallega, los cocidos, lacones o caldos eran cosa de restaurantes más o menos asequibles; las empanadas, los panes, quesos o chorizos ahumados eran cosas populares de mesones o patrones. Y alguno cree que seguimos en ese punto.
En el nordeste un día se dieron cuenta de que la sidra no acababa en Ribadeo, en algún momento alguién descubrió que nuestra cerveza más típica era además de las mejores, otros llevaron al paroxismo la cremosidad hecha queso, otros al pan. Algunos decidieron sublimar el grelo y llevarlo al lugar que le corresponde, otros difundieron el lento y pausado trabajo de llevar un capón al mercado y otros mostraron al mundo que hay pimientos más allá de Padrón.
Y sí, nuestros jóvenes cocineros empezaron a estudiar, a viajar, a conocer, a comparar, y algunos llegaron a la conclusión de que nuestra cocina, incluida la tradicional, puede batirse en duelo con cualquier otra que se le ponga a tiro.
Y algunos de esos jóvenes, y otros que están dejando de serlo, han decidido que lo de aquí, aquí. Y claro, de vez en cuando alguien trata de convencerme de que tiene elementos de juicio para hablar de la cocina gallega porque ha comido en un restaurante cuyo cocinero tiene un primo que conoce a una señora que estuvo casada en segundas nupcias con un asturiano que los fines de semana a veces iba a Lugo... y de verdad que no es igual.
El otro día un muchacho oscuro como una noche en una corredoira, con un deje que si fuera más sureño sería de África... y simpático y entregado en su oficio de camarero me dijo en un restaurante gallego más que aceptable de San Fernando (Cádiz) que no podía pedir queso de Arzúa de postre. -¿Y eso? - Pregunté sorprendido. - Pues porque es queso...
Y claro, me salió la condescendencia desde lo más profundo del granito de Porriño o de las aguas del padre Eume, y le pregunté que quién de los dos era el gallego. Y es que hay mucha gente que opina de la cocina gallega sin haber cruzado nunca el Piornedo, y eso es arriesgado, porque los autótonos sabemos que no todo lo bueno que se come en Galicia atraviesa los límites geográficos de nuestra región. Tal vez por eso siempre queramos volver.
Y es que a mí hay días que el cuerpo me pide el brillo de los rayos del ocaso a través de una copa de ribeiro, con uno de esos platos que no existían en mi niñez y que ahora nos traen el sabor de una noche de otoño, el frescor de un chapuzón en nuestro helado Atlántico o el pausado lloviznar en un prado en primavera.
Ya, ya sé que algunos no entendéis lo que digo. De hecho ni siquiera quiero que me entendáis; ¿Cómo ibais a hacerlo si no habéis saboreada unas navajas en Combarro entre el chapotear de los botes, los saltos de los delfines y el reflejo de los cisnes en la Ría? ¿Cómo ibais a hacerlo si no habéis creido que el mundo se ha vuelto esmeralda en una tarde de verano en Caaveiro? ¿Cómo ibais a hacerlo si no os habéis zambullido en nuestro mar con su sabor a erizos y su olor a oeste? Si, huele a Oeste, y si no lo entiendes...
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