Todos los años me pasa lo mismo, desde hace ya dieciséis: Empieza como un malestar, como una sombra en mi interior que me hace sentir pena y atonía; nunca recuerdo por qué.
Después, si en la tele no están puestos los dibujos, sale la noticia en el telediario de que en San Sebastián celebran su patrón vistiéndose de cocineros y tocando el tambor en barrilillos, a veces ni así reacciono.
Al cabo de unos días siempre me llega el recuerdo con retraso: Los llantos mientras me duchaba, mi extrañeza al ver a todos desencajados y al final esa frase que ni te crees hasta que pasa un rato: Parece ser que han matado a Ramón, y después un aluvión incesante de imágenes, de restos sanguinolentos esparcidos por su calle, de un amasijo de hierros que fue su coche y su cadalso, de las sonrisas socarronas de los valientes separatistas y de uno de los momentos más duros y tristes que he sufrido por culpa de la barbarie y de la sinrazón. Por supuesto fue ETA ¿Quiénes si no?
Hoy se empiezan a escribir libros acerca de lo irracional de esa salvaje oleada de terrorismo, de esa lluvia violenta, de esos árboles agitados mientras otros recogían las nueces y de los cobardes verdugos que luego denunciaban que en la cárcel la policía los torturaba, porque aunque sus asesinatos sí estaban justificados la acción policial se debía suponer modélica, que al fin y al cabo ellos también sufrían.
Yo estuve allí y sé que Ramón es uno de esos más de doscientos asesinados cuyo crimen no se investigó porque, literalmente, las fuerzas del orden no daban abasto,por triste que pueda parecer. Yo viví ese miedo paralizante de la mayoría de una sociedad que optaba por mirar hacia otro lado para poder sobrevivir. Yo asistí atónito a quemas de autobuses, cajeros y bancos, a palizas y apedreamientos contra la policía, a los tiros en la nuca y a la total impunidad con que se creían que actuaban, y como cada 26 de Enero me acuerdo de ese amigo con el que había quedado para hacer unas alubias al día siguiente, en el que su coche voló hasta un tercero al arrancarlo, segando su vida en un instante y desmembrándolo hasta el punto de que en la capilla ardiente tuvieron que poner una placa para que sólo se vieran sus hombros y su cabeza, que fue lo único que permaneció unido.
Pero no quiero olvidar que la argamasa común a todo ese tinglado fue un medio de comunicarse: El idioma vascuence, ese que dieron en llamar batúa (unificado) y que puso en el punto de mira a todos los que no eran euskaldunes (vascoparlantes). Por eso cada vez que oigo o leo un discurso como el que me dedicó el otro día un nacionalista gallego, que me propuso irme de Galicia para escolarizar a mis hijos en castellano, recuerdo aquel 26 de Enero en que los que se consideraban dueños de un territorio mataron a un amigo.
Descanse en paz.
Después, si en la tele no están puestos los dibujos, sale la noticia en el telediario de que en San Sebastián celebran su patrón vistiéndose de cocineros y tocando el tambor en barrilillos, a veces ni así reacciono.
Al cabo de unos días siempre me llega el recuerdo con retraso: Los llantos mientras me duchaba, mi extrañeza al ver a todos desencajados y al final esa frase que ni te crees hasta que pasa un rato: Parece ser que han matado a Ramón, y después un aluvión incesante de imágenes, de restos sanguinolentos esparcidos por su calle, de un amasijo de hierros que fue su coche y su cadalso, de las sonrisas socarronas de los valientes separatistas y de uno de los momentos más duros y tristes que he sufrido por culpa de la barbarie y de la sinrazón. Por supuesto fue ETA ¿Quiénes si no?
Hoy se empiezan a escribir libros acerca de lo irracional de esa salvaje oleada de terrorismo, de esa lluvia violenta, de esos árboles agitados mientras otros recogían las nueces y de los cobardes verdugos que luego denunciaban que en la cárcel la policía los torturaba, porque aunque sus asesinatos sí estaban justificados la acción policial se debía suponer modélica, que al fin y al cabo ellos también sufrían.
Yo estuve allí y sé que Ramón es uno de esos más de doscientos asesinados cuyo crimen no se investigó porque, literalmente, las fuerzas del orden no daban abasto,por triste que pueda parecer. Yo viví ese miedo paralizante de la mayoría de una sociedad que optaba por mirar hacia otro lado para poder sobrevivir. Yo asistí atónito a quemas de autobuses, cajeros y bancos, a palizas y apedreamientos contra la policía, a los tiros en la nuca y a la total impunidad con que se creían que actuaban, y como cada 26 de Enero me acuerdo de ese amigo con el que había quedado para hacer unas alubias al día siguiente, en el que su coche voló hasta un tercero al arrancarlo, segando su vida en un instante y desmembrándolo hasta el punto de que en la capilla ardiente tuvieron que poner una placa para que sólo se vieran sus hombros y su cabeza, que fue lo único que permaneció unido.
Pero no quiero olvidar que la argamasa común a todo ese tinglado fue un medio de comunicarse: El idioma vascuence, ese que dieron en llamar batúa (unificado) y que puso en el punto de mira a todos los que no eran euskaldunes (vascoparlantes). Por eso cada vez que oigo o leo un discurso como el que me dedicó el otro día un nacionalista gallego, que me propuso irme de Galicia para escolarizar a mis hijos en castellano, recuerdo aquel 26 de Enero en que los que se consideraban dueños de un territorio mataron a un amigo.
Descanse en paz.
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