Todo empezó por casualidad. Fue en el trabajo un día cualquiera mientras hablábamos de nuestras ideas con respecto a esto y aquello. De pronto un comentario fuera de lugar, un silencio incómodo y todos a la vez alegando algo muy urgente que hacer.
La segunda vez fue con un grupo de conocidos, en una terraza con una cerveza en la mano. Las muestras de rechazo ya fueron claras y hasta hubo quien no se cortó en decírmelo a la cara, mostrando un rechazo total y una incomprensión muy poco humana. Entonces me di cuenta de esa tendencia que había estado ocultando durante años, como una pulsión latente que me hacía no encajar; los síntomas estaban claros: Banderas de España, rechazo a la proliferación de cargos públicos, defensa de la contención de los gastos no productivos, devolución de competencias al estado, rechazo a la cultura del aborto, rechazo a la imposición ideológica en las aulas, libertad lingüística, bajada de impuestos... ¡No me lo podía creer! ¿Pero en qué me estaba convirtiendo?
Luego la cosa se agravó cuando dije que los partidos independentistas deberían ser ilegales, y acabé de cagarla cuando expresé que los españoles primero y después los refugiados, y que los derechos implicaban obligaciones.
El día que dije a las claras que había que fomentar la natalidad y el modelo natural de familia empezaron directamente los insultos: Facha, nazi, xenófobo, oscurantista, clerical, reaccionario, carca, medieval, fascista... y eso sólo entre los que se pueden citar sin que te acusen de grosero. Dejé de hablar de ciertas cosas por miedo al rechazo: Mis ideas no eran libres de ser expresadas, y ningún argumento era válido ante la terrible verdad. Al final acabé encerrándome en mi mismo, atreviéndome sólo a hablar con unos pocos de mi misma condición.
Un día se me acercó un conocido y me dijo lo que me pasaba. He de confesar que sentí ganas de llorar, y que una arcada recorrió todo mi cuerpo. ¿Pero cómo es posible, si yo siempre he sido una persona normal? Y pese a toda su comprensión y a que me animó a confesarlo públicamente el miedo fue más poderoso que mis ganas de decirle al mundo alto y claro lo que había descubierto; ¿Pero cómo hacerlo sin el apoyo de los míos?
Y entonces fue cuando me armé de valor y aproveché mi temprana llegada a casa un sábado con un par de copas que me envalentonaron:
- Papá, Mamá: tengo que deciros algo...
La segunda vez fue con un grupo de conocidos, en una terraza con una cerveza en la mano. Las muestras de rechazo ya fueron claras y hasta hubo quien no se cortó en decírmelo a la cara, mostrando un rechazo total y una incomprensión muy poco humana. Entonces me di cuenta de esa tendencia que había estado ocultando durante años, como una pulsión latente que me hacía no encajar; los síntomas estaban claros: Banderas de España, rechazo a la proliferación de cargos públicos, defensa de la contención de los gastos no productivos, devolución de competencias al estado, rechazo a la cultura del aborto, rechazo a la imposición ideológica en las aulas, libertad lingüística, bajada de impuestos... ¡No me lo podía creer! ¿Pero en qué me estaba convirtiendo?
Luego la cosa se agravó cuando dije que los partidos independentistas deberían ser ilegales, y acabé de cagarla cuando expresé que los españoles primero y después los refugiados, y que los derechos implicaban obligaciones.
El día que dije a las claras que había que fomentar la natalidad y el modelo natural de familia empezaron directamente los insultos: Facha, nazi, xenófobo, oscurantista, clerical, reaccionario, carca, medieval, fascista... y eso sólo entre los que se pueden citar sin que te acusen de grosero. Dejé de hablar de ciertas cosas por miedo al rechazo: Mis ideas no eran libres de ser expresadas, y ningún argumento era válido ante la terrible verdad. Al final acabé encerrándome en mi mismo, atreviéndome sólo a hablar con unos pocos de mi misma condición.
Un día se me acercó un conocido y me dijo lo que me pasaba. He de confesar que sentí ganas de llorar, y que una arcada recorrió todo mi cuerpo. ¿Pero cómo es posible, si yo siempre he sido una persona normal? Y pese a toda su comprensión y a que me animó a confesarlo públicamente el miedo fue más poderoso que mis ganas de decirle al mundo alto y claro lo que había descubierto; ¿Pero cómo hacerlo sin el apoyo de los míos?
Y entonces fue cuando me armé de valor y aproveché mi temprana llegada a casa un sábado con un par de copas que me envalentonaron:
- Papá, Mamá: tengo que deciros algo...
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