Todos los años he intentado subir a Chamorro en primavera, para permitir a mis sentidos relajarse y, muy especialmente, para permitir a mi vista recrearse con un paisaje finito pero inmenso que acerca a toda la tierra de Trasancos a esa especia de laguna que es desde sus alturas la Ría de Ferrol.
Los años no me han dado una inteligencia especial ni una madurez digna de considerarse plena; la inmensa marea de todo lo que desconozco, empero, no ha hecho mella en mi deseo de intentar llevar mis conocimientos cada vez un poco más lejos. Chamorro para mí es un pequeño mundo desde que mi padre nos llevaba allí a desfogarnos brincando entre sus rocas hasta la cima del Pico de Loro. Cuando consigues llegar hasta allí y no está atestado de jóvenes enamoriscados que se regalan sus primeros besos te pones por encima de los problemas: Puedes intentar reconocer sitios o dejarte llevar, sentarte en una piedra mirando al futuro o pensar en el pasado y en el camino que hemos recorrido para llegar hasta allí.
Dicen los sapientes que Chamorro es un lugar mágico desde la noche de los tiempos, de esos que aprovecharon los primeros evangelizadores para arrimar el ascua a su sardina, esperando tal vez a que los conquistadores trajeran las patatas para acompañarlas en las celebraciones. Independientemente de que bajo la ermita hubiera o no un lugar de culto, que en las primeras romerías hubiera druidas o que haya mámoas o petroglifos que atestigüen que había vida antes de la cristianización, hoy nos encontramos con una montaña poblada de bichejos que no encuentran el camino de San Andrés, con apenas unos ralos árboles que no parecen atreverse con los tojos, unos cuantos caminos descuidados hoyados por el paso de los años, un rosario de piedra que sube campo a través, un Via Crucis maltratado que sube por la carretera, una fuente que merecería un poco más de respeto, un eucalipto que seguramente fue testigo de los besos de nuestros abuelos, una ermita con una terraza que hace a su vez de mirador a la que ya faltan algunos de sus elementos distintivos (¿Qué fue del barco de latón, quién lo robó?) un crucero sin un cruce de caminos... y además una celebración ancestral con esas tradicionales rosquillas que los niños ya ni conocen (yo prefiero las blancas, como casi todo el mundo)... y mucha decadencia y abandono.
Hay quien dice que los propietarios son los culpables del estado de las cosas, hay quien dice que la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, hay quien dice que no sabe y hay quien dice que no se puede... pero yo no soy así y puedo imaginar desde que esculpan todas las rocas que jalonan los senderos hasta que ayuden a crecer al bosquete que hay llegando ya a Mougá. Tal vez algún día un soñador lidere un proyecto para adecuar un camino, construir un mirador y plantar unos árboles, tal vez alguien se atreva a esculpir una roca o a pintarla de colores, tal vez alguien ponga un banco más bonito del mundo...
Lo que sí sé es que desde la pequeña y sombría fraga de Menáncaro hasta la cumbre de Chamorro no debes tener los ojos cerrados, porque en cada uno de sus rincones hay una piedra, un recuerdo, la sombra de unos jóvenes que se daban la mano por primera vez, el eco de la oración de una madre por el feliz regreso de su hijo, la piel de unas rodillas que cumplieron una promesa y las gotas de un vino casero que alegró una fiesta.
Para mí Chamorro es mucho más que una cumbre o un espacio natural: Para mí es el ejemplo de lo que no vemos, y por eso cada vez que siento la presencia de la ermita, vigilante y sola en su llano cerro, me imagino que un día habrá un camino rodeado de árboles que den sombra a los peregrinos, que sufrirán en su corteza el deseo de eternidad de unos novios aún en lo más verde de su edad adulta, ignorantes de cuánto les queda por andar e inconscientes de que esas viejas piedras seguirán allí cuando ellos y su amor tan solo sean cenizas movidas por el Nordés que apellida a su Virgen.
Y por eso, cada año y cuando puedo, vuelvo a subir a Chamorro a renovar mis ilusiones.
Chamorro en los años 60. Fuente http:/visionesdeferrolterra.blogspot.com.es/ |
Dicen los sapientes que Chamorro es un lugar mágico desde la noche de los tiempos, de esos que aprovecharon los primeros evangelizadores para arrimar el ascua a su sardina, esperando tal vez a que los conquistadores trajeran las patatas para acompañarlas en las celebraciones. Independientemente de que bajo la ermita hubiera o no un lugar de culto, que en las primeras romerías hubiera druidas o que haya mámoas o petroglifos que atestigüen que había vida antes de la cristianización, hoy nos encontramos con una montaña poblada de bichejos que no encuentran el camino de San Andrés, con apenas unos ralos árboles que no parecen atreverse con los tojos, unos cuantos caminos descuidados hoyados por el paso de los años, un rosario de piedra que sube campo a través, un Via Crucis maltratado que sube por la carretera, una fuente que merecería un poco más de respeto, un eucalipto que seguramente fue testigo de los besos de nuestros abuelos, una ermita con una terraza que hace a su vez de mirador a la que ya faltan algunos de sus elementos distintivos (¿Qué fue del barco de latón, quién lo robó?) un crucero sin un cruce de caminos... y además una celebración ancestral con esas tradicionales rosquillas que los niños ya ni conocen (yo prefiero las blancas, como casi todo el mundo)... y mucha decadencia y abandono.
Hay quien dice que los propietarios son los culpables del estado de las cosas, hay quien dice que la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, hay quien dice que no sabe y hay quien dice que no se puede... pero yo no soy así y puedo imaginar desde que esculpan todas las rocas que jalonan los senderos hasta que ayuden a crecer al bosquete que hay llegando ya a Mougá. Tal vez algún día un soñador lidere un proyecto para adecuar un camino, construir un mirador y plantar unos árboles, tal vez alguien se atreva a esculpir una roca o a pintarla de colores, tal vez alguien ponga un banco más bonito del mundo...
Lo que sí sé es que desde la pequeña y sombría fraga de Menáncaro hasta la cumbre de Chamorro no debes tener los ojos cerrados, porque en cada uno de sus rincones hay una piedra, un recuerdo, la sombra de unos jóvenes que se daban la mano por primera vez, el eco de la oración de una madre por el feliz regreso de su hijo, la piel de unas rodillas que cumplieron una promesa y las gotas de un vino casero que alegró una fiesta.
Para mí Chamorro es mucho más que una cumbre o un espacio natural: Para mí es el ejemplo de lo que no vemos, y por eso cada vez que siento la presencia de la ermita, vigilante y sola en su llano cerro, me imagino que un día habrá un camino rodeado de árboles que den sombra a los peregrinos, que sufrirán en su corteza el deseo de eternidad de unos novios aún en lo más verde de su edad adulta, ignorantes de cuánto les queda por andar e inconscientes de que esas viejas piedras seguirán allí cuando ellos y su amor tan solo sean cenizas movidas por el Nordés que apellida a su Virgen.
Y por eso, cada año y cuando puedo, vuelvo a subir a Chamorro a renovar mis ilusiones.
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