Es una mañana bonita, con los rayos de sol colándose entre nubes de colores, de esas que siempre aparecen después de la tormenta. La ciudad está dormida, como la Vetusta de Clarín, y sin embargo ya algunos leen la prensa con un café, otros pasean y algunos peregrinos comienzan su viaje con la expectativa de que al final se encontrarán a sí mismos al divisar las torres de la Catedral de Santiago.
Ferrol es un punto de partida, que duda cabe: De Ferrol han partido barcos desde que empezaron a hacerse, peregrinos desde que se encontró la tumba de Santiago el Mayor, ferrolanos desde que los marinos hicieron de la ciudad una de sus sedes. Hoy, se dice que hay 15.000 ferrolanos que viven dispersos por el mundo, e incluso hay quien asegura que se podría hacer un programa dedicado sólo a esos emigrantes que no se sabe por qué, hicieron de la canción de Santi Santos su himno y su filosofía de la vida.
Yo ya marché y ya volví, y nunca juré que no lo haría. Vivir fuera es tal vez la mejor vacuna para comprender tu casa y añorarla. Veo a los peregrinos que parten de mañana y escucho a las gaviotas con su estridente chillido intentando despertar a una ciudad que ya ni siquiera opone resistencia y se abandona; lástima que no nos unamos todos y no nos separemos hasta que se acabe el saneamiento, hasta que nos arreglen los trenes y las vías, hasta que nos draguen los lodos y retiren los restos del antiguo puente, hasta que nos empiecen a cuidar de verdad.
Pero Ferrol también es una ciudad acogedora, tal vez fruto de que casi todos llegamos en algún momento a alguna parte y hemos sentido el desamparo de estar en un sitio extraño. Eso nos ha hecho hospitalarios: Nuestro puerto, nuestros astilleros y nuestros arsenales son grandes atractores de foráneos; el gobierno municipal lo sabe y por eso quiere promocionar el turismo de congresos. Recientemente ha habido uno acerca de la eólica marina que para muchos ha pasado desapercibido, ignorantes de que tal vez sea una parte fundamental de nuestras vidas, es más: los que ya hemos recorrido gran parte del camino tal vez ya lo veremos hasta el último viaje en el que nuestros restos lleguen a Catabois y nuestra alma parta a otra orilla esperemos que más feliz.
Si es verdad que en la otra vida se puede ver lo que ha sido y lo que será yo me pido ver Ferrol en su esplendor, con navíos de distintos portes y soldados petulantes paseando por la alameda mientras las hijas de los comerciantes alardeaban de sus plumas de pichón.
Pero también me pediré ver la F-200 y el astillero de la Cabana convertido en un polo de atracción turística; me pido ver un Campus consolidado y añejo más grande que el de hoy; me pido ver un túnel hasta San Felipe y otro desde Serantes hasta Cobas. Me pido ver Chamorro, Mougá y todas las alturas pobladas de robles y Castaños y me pido ver la Fraga de A Pega convertida en una atractivo, y me pido ver el agua de la Ría transparente y fecunda, con sus pescadores y sus mariscadores utilizando sus largos raños para ofrecernos esas dulces y salobres almejas que en pocas partes se pueden encontrar y cuya comparación con otras más famosas haría sonrojarse a cualquiera que entienda del tema.
Y entre peregrinos, deportistas, madrugadores y arrepentidos del colesterol me parece sentir que la ciudad bosteza. Tal vez sea símbolo de que va a seguir durmiendo porque no vamos a hacer las fragatas australianas, o tal vez -así lo espero- porque otra vez los martillos y las herrerías se han puesto en marcha y tenemos hierro y barcos para rato. Demasiados talveces, demasiados quizases.
Ferrol es un punto de partida, que duda cabe: De Ferrol han partido barcos desde que empezaron a hacerse, peregrinos desde que se encontró la tumba de Santiago el Mayor, ferrolanos desde que los marinos hicieron de la ciudad una de sus sedes. Hoy, se dice que hay 15.000 ferrolanos que viven dispersos por el mundo, e incluso hay quien asegura que se podría hacer un programa dedicado sólo a esos emigrantes que no se sabe por qué, hicieron de la canción de Santi Santos su himno y su filosofía de la vida.
Yo ya marché y ya volví, y nunca juré que no lo haría. Vivir fuera es tal vez la mejor vacuna para comprender tu casa y añorarla. Veo a los peregrinos que parten de mañana y escucho a las gaviotas con su estridente chillido intentando despertar a una ciudad que ya ni siquiera opone resistencia y se abandona; lástima que no nos unamos todos y no nos separemos hasta que se acabe el saneamiento, hasta que nos arreglen los trenes y las vías, hasta que nos draguen los lodos y retiren los restos del antiguo puente, hasta que nos empiecen a cuidar de verdad.
Pero Ferrol también es una ciudad acogedora, tal vez fruto de que casi todos llegamos en algún momento a alguna parte y hemos sentido el desamparo de estar en un sitio extraño. Eso nos ha hecho hospitalarios: Nuestro puerto, nuestros astilleros y nuestros arsenales son grandes atractores de foráneos; el gobierno municipal lo sabe y por eso quiere promocionar el turismo de congresos. Recientemente ha habido uno acerca de la eólica marina que para muchos ha pasado desapercibido, ignorantes de que tal vez sea una parte fundamental de nuestras vidas, es más: los que ya hemos recorrido gran parte del camino tal vez ya lo veremos hasta el último viaje en el que nuestros restos lleguen a Catabois y nuestra alma parta a otra orilla esperemos que más feliz.
Si es verdad que en la otra vida se puede ver lo que ha sido y lo que será yo me pido ver Ferrol en su esplendor, con navíos de distintos portes y soldados petulantes paseando por la alameda mientras las hijas de los comerciantes alardeaban de sus plumas de pichón.
Pero también me pediré ver la F-200 y el astillero de la Cabana convertido en un polo de atracción turística; me pido ver un Campus consolidado y añejo más grande que el de hoy; me pido ver un túnel hasta San Felipe y otro desde Serantes hasta Cobas. Me pido ver Chamorro, Mougá y todas las alturas pobladas de robles y Castaños y me pido ver la Fraga de A Pega convertida en una atractivo, y me pido ver el agua de la Ría transparente y fecunda, con sus pescadores y sus mariscadores utilizando sus largos raños para ofrecernos esas dulces y salobres almejas que en pocas partes se pueden encontrar y cuya comparación con otras más famosas haría sonrojarse a cualquiera que entienda del tema.
Y entre peregrinos, deportistas, madrugadores y arrepentidos del colesterol me parece sentir que la ciudad bosteza. Tal vez sea símbolo de que va a seguir durmiendo porque no vamos a hacer las fragatas australianas, o tal vez -así lo espero- porque otra vez los martillos y las herrerías se han puesto en marcha y tenemos hierro y barcos para rato. Demasiados talveces, demasiados quizases.
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