La capacidad que tienen los olores para evocar o sugerir es tan fuerte que la industria del perfume es una de las más importantes a nivel mundial, y coadyuvó a la expansión de la civilización tanto en busca de las especias como en la Ruta de la Seda. Los testamentos cuentan que los magos de oriente le regalaron a Dios dos perfumes, incienso y mirra, que significan su divinidad y su triunfo sobre la muerte. Los perfumes, incluso hoy en día, provocan el mantenimiento de rutas comerciales en busca de esencias de lugares que están fuera del gran negocio.
Yo no quiero escribir acerca de eso. Para mí hay unos olores que son más de andar por casa que siempre me trasladan a sensaciones y lugares comunes, y os voy a contar algunos.
Cuando por las mañanas atravieso la Plaza de San Amaro, mi pituitaria se llena de ese olor dulce y cálido del pan mientras se cuece. En él se mezclan el olor a trigo seco y a levadura, y no sé muy bien por qué me parece uno de los olores más sugerentes que conozco -lo prometo, no recuerdo ninguna experiencia amatoria que tenga nada que ver con harina o con una panadera-. Para mí, en ese olor que sólo desprenden los hornos, hay algo de anhelo, de nostalgia, de niñez; es como si algo primigenio y anclado en la noche de los tiempos me trasladara a tiempos en los que tenía menos preocupaciones.
El olor del césped cortado me lleva al verano, a Doniños, al sabor salado y yodado de sus olas turquesas; tal vez esté relacionado con que el calor traslada mejor los olores y con que el césped no se corta en invierno, pero estos días en los que la temperatura parece anunciar una temprana primavera, mi mente se va mucho más allá de los meses de las flores, y en mi evocación la hierba amarillea antes incluso de estar verde.
Hace poco descubrí un olor extraño, meloso y algo ahumado, que me llevó directamente a una bebida que tomé en un sitio muy especial y en una situación muy especial. Me costó identificar el porqué, y al final lo descubrí: Los robles americanos de la Avenida de Esteiro desprenden el mismo olor que el bourbon de Tenneesse, que madura en barricas hechas con su madera después de quemarlas por dentro.
Hay un olor algo nauseabundo, como de cuero podrido, que desprenden los álamos en otoño; las hojas, al pudrirse, me llevan a los campos de fútbol de mi niñez, no recuerdo a cuál, pero sin duda a uno en el que abundaba esta especie.
La marea ha vuelto a evocarme muchas cosas, una vez se va desprendiendo de esa pátina putrefacta gracias al inicio de la tan ansiada como anunciada depuración. Hay días que entro en un libro de Poe, o de Melville, o incluso de Salgari, simplemente porque el olor a mar se combina con los estridentes chillidos de las gaviotas y no puedo evitar unirme a Emilio de Ventimiglia en su lucha contra los españoles.
Hay un olor del Mediterráneo a brea y a putrefacción, ocre y seco, que me acompañó en una playa hace mucho años y que volvió a acompañarme en uno de los momentos más tristes de mi vida. Creo que ya nunca podré volver a olerlo sin recordar aquel momento.
También hay olores de maderas quemadas que me transportan a sitios lejanos y a tiempos pasados: El del pino en invierno, el de la encina en las mesetas, e incluso el del manzano o el del limonero. Tal vez de todos los olores que me evocan algo, el más dulce es el olor a musgo, que me lleva a las Fragas del Eume en compañía de mi padre, cuando íbamos justo antes de Navidad para preparar el belén.
Yo no sé escribir olores, al igual que nadie ha sabido nunca pintar el viento, pero hay veces que me gustaría intentar golpear las teclas transmitiendo sensaciones que se irán el día que yo falte, como el olor de la hierba recién cortada o el de un beso mañanero de despedida. Tal vez un día lo intente, o me proponga intentarlo al pasar muy de mañana por la Plaza de san Amaro, cuando el olor a pan y a levadura me llevé a algún sitio donde ya nunca podré volver.
Yo no quiero escribir acerca de eso. Para mí hay unos olores que son más de andar por casa que siempre me trasladan a sensaciones y lugares comunes, y os voy a contar algunos.
Cuando por las mañanas atravieso la Plaza de San Amaro, mi pituitaria se llena de ese olor dulce y cálido del pan mientras se cuece. En él se mezclan el olor a trigo seco y a levadura, y no sé muy bien por qué me parece uno de los olores más sugerentes que conozco -lo prometo, no recuerdo ninguna experiencia amatoria que tenga nada que ver con harina o con una panadera-. Para mí, en ese olor que sólo desprenden los hornos, hay algo de anhelo, de nostalgia, de niñez; es como si algo primigenio y anclado en la noche de los tiempos me trasladara a tiempos en los que tenía menos preocupaciones.
El olor del césped cortado me lleva al verano, a Doniños, al sabor salado y yodado de sus olas turquesas; tal vez esté relacionado con que el calor traslada mejor los olores y con que el césped no se corta en invierno, pero estos días en los que la temperatura parece anunciar una temprana primavera, mi mente se va mucho más allá de los meses de las flores, y en mi evocación la hierba amarillea antes incluso de estar verde.
Hace poco descubrí un olor extraño, meloso y algo ahumado, que me llevó directamente a una bebida que tomé en un sitio muy especial y en una situación muy especial. Me costó identificar el porqué, y al final lo descubrí: Los robles americanos de la Avenida de Esteiro desprenden el mismo olor que el bourbon de Tenneesse, que madura en barricas hechas con su madera después de quemarlas por dentro.
Hay un olor algo nauseabundo, como de cuero podrido, que desprenden los álamos en otoño; las hojas, al pudrirse, me llevan a los campos de fútbol de mi niñez, no recuerdo a cuál, pero sin duda a uno en el que abundaba esta especie.
La marea ha vuelto a evocarme muchas cosas, una vez se va desprendiendo de esa pátina putrefacta gracias al inicio de la tan ansiada como anunciada depuración. Hay días que entro en un libro de Poe, o de Melville, o incluso de Salgari, simplemente porque el olor a mar se combina con los estridentes chillidos de las gaviotas y no puedo evitar unirme a Emilio de Ventimiglia en su lucha contra los españoles.
Hay un olor del Mediterráneo a brea y a putrefacción, ocre y seco, que me acompañó en una playa hace mucho años y que volvió a acompañarme en uno de los momentos más tristes de mi vida. Creo que ya nunca podré volver a olerlo sin recordar aquel momento.
También hay olores de maderas quemadas que me transportan a sitios lejanos y a tiempos pasados: El del pino en invierno, el de la encina en las mesetas, e incluso el del manzano o el del limonero. Tal vez de todos los olores que me evocan algo, el más dulce es el olor a musgo, que me lleva a las Fragas del Eume en compañía de mi padre, cuando íbamos justo antes de Navidad para preparar el belén.
Yo no sé escribir olores, al igual que nadie ha sabido nunca pintar el viento, pero hay veces que me gustaría intentar golpear las teclas transmitiendo sensaciones que se irán el día que yo falte, como el olor de la hierba recién cortada o el de un beso mañanero de despedida. Tal vez un día lo intente, o me proponga intentarlo al pasar muy de mañana por la Plaza de san Amaro, cuando el olor a pan y a levadura me llevé a algún sitio donde ya nunca podré volver.
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