Pues anda que no hace que no escribo acerca de temas ambientales... se ve que el letargo invernal me ha dejado un poco apartado de la prodigiosa y exuberante naturaleza que nos rodea. Ahora ya empiezan a abundar los días soleados, y se empieza a intuir como un velo que aclara a las masas autóctonas de la ciudad, campos en los que las vinagretas amarillean o que son blanqueados por las margaritas; incluso la chorima de los tojos se ha unido a la fiesta: Pues eso, ha llegado la primavera.
Esa preciosa y florida primavera en la que el parque del Montón sigue cerrado y en el que la ribera de La Gándara se ha convertido en un refugio para la fauna gracias a la inacción de los poderes públicos.
Esa espléndida estación en el que toda la Avenida del Mar sigue esperando los amorosos cuidados de nuestros concesionados jardineros (de las "trasnacionáis", que diría Rivas). Los peregrinos podrán darse el gustazo de imaginar como sería la Ensenada de Caranza si estuviera bien gestionada, o lo asombrosa que podría ser la playa (o ese mogollón de playas que yo deseo y que me va a regalar Rey Varela si sale elegido alcalde por mayoría absoluta, que si no se marcha).
Podrán nuestros visitantes pascuales disfrutar de unos cantones a medio hacer, a la tenue luz de las farolas LED que va a poner Suárez por toda la ciudad porque ellos son muy de ejecutar el presupuesto, no como los otros.
Los amantes del ejercicio físico podrán recorrer la Ensenada de la Malata, pero con las narices cerradas, porque el saneamiento integral no lo era tanto, porque los plazos siempre son traicioneros y, básicamente, porque unos quince mil ferrolanos siguen vertiendo en ella.
Luego están todas las masas autóctonas de árboles que no tenemos, con esas preciosas mimosas que parece que vinieron con sus compañeros de continente y que, como ellos, tampoco quieren irse. Ahora se les ha sumado un simpático personaje que asemeja un marciano punki: En Ferrol los llamamos plumachos, porque somos muy de acabar las palabras en acho, tal vez por influencia de esos miles de cartageneros que inventaron la Semana Santa de Ferrol, al decir de algún apóstata mastuerzo que no sabe diferenciar las palabras influir y crear.
Luego está la boca de la ría, entre San Felipe y Prioriño, con sus aguas esmeraldas producto de la unión de dos océanos: El Atlántico y el de detritos que vienen del valle de Serantes. Encima de ella está la Chá, esa llanura que es la eterna promesa de amor de primavera, cuyos comuneros han empezado a repoblar de frondosas y que sirve de refugio a unos hermosos jabalíes que recorren La Graña en catorcenas de catorcenas.
Y despuntando ese Monteventoso que languidece podemos contemplar el eucaliptal en toda su extensión, ignorantes de que algunos nos sugieren desde Asturias que les digamos a los propietarios de los terrenos que es mejor plantar castaños o robles, porque a las ardillas y a las currucas les gustan más. Y a los escornabois, por cierto, que siempre nos olvidamos de los escornabois.
Y Chamorro con sus pintadas, sus destrozos y su falta de mantenimiento, y las olvidadas fragas de Menáncaro y la Pega, y todo el Valle de Esmelle, del que nadie se ha querido dar cuenta de que podría ser lo que quisiéramos. Como podrían serlo el Cabo Prior o la totalidad de Ponzos, especialmente en ese monte que arruinaron los romanos para hacerse ricos.
Y entre plumachos y eucaliptos, mimosas y edificios que atestiguan que no sabemos sacar partido a lo nuestro, olores nauseabundos que afean vistas maravillosas, se escuchan los cortejos de apareamiento de los candidatos a alcalde, muy verdes con sus tablets, y que demuestran su amor hacia nuestra exuberante naturaleza ignorando por completo que Ferrol es, en realidad, el suburbio de un paraíso, del que sólo nos acordamos cuando los días se alargan y la casa se nos empieza a caer encima.
Esa preciosa y florida primavera en la que el parque del Montón sigue cerrado y en el que la ribera de La Gándara se ha convertido en un refugio para la fauna gracias a la inacción de los poderes públicos.
Esa espléndida estación en el que toda la Avenida del Mar sigue esperando los amorosos cuidados de nuestros concesionados jardineros (de las "trasnacionáis", que diría Rivas). Los peregrinos podrán darse el gustazo de imaginar como sería la Ensenada de Caranza si estuviera bien gestionada, o lo asombrosa que podría ser la playa (o ese mogollón de playas que yo deseo y que me va a regalar Rey Varela si sale elegido alcalde por mayoría absoluta, que si no se marcha).
Podrán nuestros visitantes pascuales disfrutar de unos cantones a medio hacer, a la tenue luz de las farolas LED que va a poner Suárez por toda la ciudad porque ellos son muy de ejecutar el presupuesto, no como los otros.
Los amantes del ejercicio físico podrán recorrer la Ensenada de la Malata, pero con las narices cerradas, porque el saneamiento integral no lo era tanto, porque los plazos siempre son traicioneros y, básicamente, porque unos quince mil ferrolanos siguen vertiendo en ella.
Luego están todas las masas autóctonas de árboles que no tenemos, con esas preciosas mimosas que parece que vinieron con sus compañeros de continente y que, como ellos, tampoco quieren irse. Ahora se les ha sumado un simpático personaje que asemeja un marciano punki: En Ferrol los llamamos plumachos, porque somos muy de acabar las palabras en acho, tal vez por influencia de esos miles de cartageneros que inventaron la Semana Santa de Ferrol, al decir de algún apóstata mastuerzo que no sabe diferenciar las palabras influir y crear.
Luego está la boca de la ría, entre San Felipe y Prioriño, con sus aguas esmeraldas producto de la unión de dos océanos: El Atlántico y el de detritos que vienen del valle de Serantes. Encima de ella está la Chá, esa llanura que es la eterna promesa de amor de primavera, cuyos comuneros han empezado a repoblar de frondosas y que sirve de refugio a unos hermosos jabalíes que recorren La Graña en catorcenas de catorcenas.
Y despuntando ese Monteventoso que languidece podemos contemplar el eucaliptal en toda su extensión, ignorantes de que algunos nos sugieren desde Asturias que les digamos a los propietarios de los terrenos que es mejor plantar castaños o robles, porque a las ardillas y a las currucas les gustan más. Y a los escornabois, por cierto, que siempre nos olvidamos de los escornabois.
Y Chamorro con sus pintadas, sus destrozos y su falta de mantenimiento, y las olvidadas fragas de Menáncaro y la Pega, y todo el Valle de Esmelle, del que nadie se ha querido dar cuenta de que podría ser lo que quisiéramos. Como podrían serlo el Cabo Prior o la totalidad de Ponzos, especialmente en ese monte que arruinaron los romanos para hacerse ricos.
Y entre plumachos y eucaliptos, mimosas y edificios que atestiguan que no sabemos sacar partido a lo nuestro, olores nauseabundos que afean vistas maravillosas, se escuchan los cortejos de apareamiento de los candidatos a alcalde, muy verdes con sus tablets, y que demuestran su amor hacia nuestra exuberante naturaleza ignorando por completo que Ferrol es, en realidad, el suburbio de un paraíso, del que sólo nos acordamos cuando los días se alargan y la casa se nos empieza a caer encima.
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