La humildad es algo ajeno a mi escritura, la modestia es algo ajeno a mi persona. Llevo años queriendo escribir algo realmente hermoso, cuando apenas paso de periodista aficionado que mata sus horas comentando lo que han hecho otros, escrito otros, anunciado otros...
Entre los dones con los que Dios no me dotó, está el de poder evocar una mañana de invierno con un rayo de luz jugando al escondite entre las cortinas; tampoco sé describir la mirada de un niño la mañana de Reyes, o reflejar la emoción del primer beso; qué triste es y será siempre querer ser artista y quedarse en artesano.
Una fotografía fue el anhelo de Velázquez, y consiguió que la luz entrara por las ventanas; después (mucho después) llegaron los impresionistas y los expresionistas, queriendo reflejar el mundo en una primera mirada, o hacer que el viento sonara obre un lienzo.
Pero la palabra escrita es más precisa, porque cambia según quien la lea, y por eso sé que no puedo contaros una subida a Chamorro entre los árboles, el sobresalto de un ladrido inesperado, el satisfecho jadear de la llegada entre lo que el tiempo y el descuido han dejado del rosario que escala por la ladera. No sé contaros que yo miro al enorme eucalipto exactamente igual que lo miraba mi padre y que siento lo mismo que él mientras lo cuento.
Tampoco puedo contaros la cálida satisfacción de tener la nariz congelada mientras esperas en la candidez de la infancia que se vea el rayo verde sentado entre las rocas añejas de Lobadiz, o la sensación de tener mojados los pies mientras regresas rápido -porque la luz se está yendo- después de recoger musgo para hacer el Portal de Belén.
No puedo contaros lo que sentí siendo hijo, ni lo que siento siendo padre, ni la nostalgia de la ausencia o la alegría del regreso. No puedo hacer nada de eso porque no sé hacerlo, y por eso llevo tantos años tratando de evocarlo: para que seáis vosotros mismos los que os lo contéis mientras deslizáis vuestros ojos por la pantalla.
Ojalá pudiera sublimar un sentimiento como han hecho los grandes maestros, pero mientras tanto -mientras sigo intentando escribir algo realmente hermoso- me doy por satisfecho si algún día consigo despertar vuestra curiosidad, traer de regreso un recuerdo olvidado, evocar una música que sonaba en algún momento o devolveros un olor o un sabor que os reconforte, os enfurezca u os conmueva. Ojalá que algún día alguien llore mientras lee lo que he escrito, y ojalá que alguien día alguien ría.
Y tal vez sólo se trata de eso, tan solo de eso: De intentar que la lluvia os empape mientras escucháis que cae detrás de los cristales, sin saber ni ignorar que entre las letras, mi mundo y vuestro mundo son el mismo.
Entre los dones con los que Dios no me dotó, está el de poder evocar una mañana de invierno con un rayo de luz jugando al escondite entre las cortinas; tampoco sé describir la mirada de un niño la mañana de Reyes, o reflejar la emoción del primer beso; qué triste es y será siempre querer ser artista y quedarse en artesano.
Una fotografía fue el anhelo de Velázquez, y consiguió que la luz entrara por las ventanas; después (mucho después) llegaron los impresionistas y los expresionistas, queriendo reflejar el mundo en una primera mirada, o hacer que el viento sonara obre un lienzo.
Pero la palabra escrita es más precisa, porque cambia según quien la lea, y por eso sé que no puedo contaros una subida a Chamorro entre los árboles, el sobresalto de un ladrido inesperado, el satisfecho jadear de la llegada entre lo que el tiempo y el descuido han dejado del rosario que escala por la ladera. No sé contaros que yo miro al enorme eucalipto exactamente igual que lo miraba mi padre y que siento lo mismo que él mientras lo cuento.
Tampoco puedo contaros la cálida satisfacción de tener la nariz congelada mientras esperas en la candidez de la infancia que se vea el rayo verde sentado entre las rocas añejas de Lobadiz, o la sensación de tener mojados los pies mientras regresas rápido -porque la luz se está yendo- después de recoger musgo para hacer el Portal de Belén.
No puedo contaros lo que sentí siendo hijo, ni lo que siento siendo padre, ni la nostalgia de la ausencia o la alegría del regreso. No puedo hacer nada de eso porque no sé hacerlo, y por eso llevo tantos años tratando de evocarlo: para que seáis vosotros mismos los que os lo contéis mientras deslizáis vuestros ojos por la pantalla.
Ojalá pudiera sublimar un sentimiento como han hecho los grandes maestros, pero mientras tanto -mientras sigo intentando escribir algo realmente hermoso- me doy por satisfecho si algún día consigo despertar vuestra curiosidad, traer de regreso un recuerdo olvidado, evocar una música que sonaba en algún momento o devolveros un olor o un sabor que os reconforte, os enfurezca u os conmueva. Ojalá que algún día alguien llore mientras lee lo que he escrito, y ojalá que alguien día alguien ría.
Y tal vez sólo se trata de eso, tan solo de eso: De intentar que la lluvia os empape mientras escucháis que cae detrás de los cristales, sin saber ni ignorar que entre las letras, mi mundo y vuestro mundo son el mismo.
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