De los años que viví en Andalucía, me llevé la afición de visitar "belenes" durante el Adviento, para empezar.
Recuerdo de mi niñez las visitas a algunos nacimientos de Ferrol, costumbre que siempre se iniciaba en el Belén de la Orden Tercera de San Francisco; las figuras móviles de Alfredo Martín nunca me parecieron gran cosa, pero me maravillaba que anocheciese y se hiciera de día, que hubiera agua de verdad y el "observen como mueven las cabezas". El olor a incienso aún me transporta décadas atrás, a esos años de los que mi principal sensación es los que nuestros terribles problemas de entonces nos hacen ahora sonreír con nostalgia cuando los vemos reproducidos en nuestros hijos. Ni que decir tiene que ahora estoy enamorado de ese símbolo de la ciudad y que coincido con todos los que creen que Alfredo Martín y su legado son un tesoro que ni siquiera merecemos.
Mi impresión actual es que en Ferrol, ni en Galicia, hay una tradición belenística comparable a la que hay en el Sur de España, pero que sin embargo hay cada vez más virtuosismo y cariño en lo que se va haciendo; nos quieren meter hasta la médula una navidad laica y pagana de estrellitas y de una nieve que nunca tuvimos, algo importado e impostado que pretende que nos gusta más cualquier tradición (o neotradición) nórdica que lo que ya tenemos. Apenas hay símbolos cristianos en la celebración pública de la Navidad, y sin embargo estoy casi seguro de que no hay en España figuras más repetidas que María, José y el Niño.
Pero no rematan, no avanzan, y además dan vueltas sobre sí mismos, por más que Abel Caballero demuestre que el cambio climático es responsabilidad de la derecha y él se gaste todos los kilovatios que le apetezcan para superar a Nueva York en luminosidad.
Yo no soy una polilla, por lo que no me siento especialmente impresionado por las luces, y mucho menos cuando las luces sólo representan luces. La relación entre una noria o un elfo con la Natividad del Hijo del Hombre se me escapa al menos tanto como ese carbonero vasco del que una señora del Caurel dijo que siempre se había celebrado en Galicia porque ella lo sabía y que los independentistas nos intentaron colar como siempre han hecho con cuanta basura se inventen los herederos del peor grupo terrorista que haya existido.
Ahora me parece sentir que cada vez hay más belenes, que cada vez son mejores, que cada vez más instituciones han decidido mostrar esa cara tan grandiosa del cristianismo que se arrodilla ante un Niño Dios que, aún inerme y en pañales, va a ser la salvación del mundo.
Y esa corona de Adviento que se volverá Corona de Espinas, o ese árbol del que saldrán los maderos que formarán la Cruz del Salvador, son las mejores metáforas del Niño que, cuando sea el Hombre, morirá por nosotros y por nuestra salvación.
Y por eso sé que cuando se acaben los ecos de las últimas ocurrencias de la progresía, todos los creyentes seguiremos poniendo en casa nuestro portal, y que algún día esos niños que se pelean por poner las figuras serán los abuelos que siguen recibiendo a toda la familia para celebrar que ha nacido el Mesías, y que lo harán con la alegría de saber que el hombre seguirá siendo libre para creer en lo que quiera, por más que desde oscuras instancias nos traten de convencer de lo contrario.
Recuerdo de mi niñez las visitas a algunos nacimientos de Ferrol, costumbre que siempre se iniciaba en el Belén de la Orden Tercera de San Francisco; las figuras móviles de Alfredo Martín nunca me parecieron gran cosa, pero me maravillaba que anocheciese y se hiciera de día, que hubiera agua de verdad y el "observen como mueven las cabezas". El olor a incienso aún me transporta décadas atrás, a esos años de los que mi principal sensación es los que nuestros terribles problemas de entonces nos hacen ahora sonreír con nostalgia cuando los vemos reproducidos en nuestros hijos. Ni que decir tiene que ahora estoy enamorado de ese símbolo de la ciudad y que coincido con todos los que creen que Alfredo Martín y su legado son un tesoro que ni siquiera merecemos.
Mi impresión actual es que en Ferrol, ni en Galicia, hay una tradición belenística comparable a la que hay en el Sur de España, pero que sin embargo hay cada vez más virtuosismo y cariño en lo que se va haciendo; nos quieren meter hasta la médula una navidad laica y pagana de estrellitas y de una nieve que nunca tuvimos, algo importado e impostado que pretende que nos gusta más cualquier tradición (o neotradición) nórdica que lo que ya tenemos. Apenas hay símbolos cristianos en la celebración pública de la Navidad, y sin embargo estoy casi seguro de que no hay en España figuras más repetidas que María, José y el Niño.
Pero no rematan, no avanzan, y además dan vueltas sobre sí mismos, por más que Abel Caballero demuestre que el cambio climático es responsabilidad de la derecha y él se gaste todos los kilovatios que le apetezcan para superar a Nueva York en luminosidad.
Yo no soy una polilla, por lo que no me siento especialmente impresionado por las luces, y mucho menos cuando las luces sólo representan luces. La relación entre una noria o un elfo con la Natividad del Hijo del Hombre se me escapa al menos tanto como ese carbonero vasco del que una señora del Caurel dijo que siempre se había celebrado en Galicia porque ella lo sabía y que los independentistas nos intentaron colar como siempre han hecho con cuanta basura se inventen los herederos del peor grupo terrorista que haya existido.
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En el Portal de Belén ha nacido el Niño Dios. |
Y esa corona de Adviento que se volverá Corona de Espinas, o ese árbol del que saldrán los maderos que formarán la Cruz del Salvador, son las mejores metáforas del Niño que, cuando sea el Hombre, morirá por nosotros y por nuestra salvación.
Y por eso sé que cuando se acaben los ecos de las últimas ocurrencias de la progresía, todos los creyentes seguiremos poniendo en casa nuestro portal, y que algún día esos niños que se pelean por poner las figuras serán los abuelos que siguen recibiendo a toda la familia para celebrar que ha nacido el Mesías, y que lo harán con la alegría de saber que el hombre seguirá siendo libre para creer en lo que quiera, por más que desde oscuras instancias nos traten de convencer de lo contrario.
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