Cada día que pasa estoy más convencido de que la labor de los que escribimos es fundamentalmente ingrata y que, como reza el refrán, una imagen vale más que mil palabras.
Sucedió una fría tarde de mediados de febrero, y si hubiera tenido mi teléfono móvil encima es posible que hubiera inmortalizado el momento con una de esas fotos para las que no hace falta saber de fotografía, ni de encuadres, ni de absolutamente nada. Lo cierto es que el momento era mágico: Desde la parte de atrás del Jofre, donde ese surtidor de gasolina simboliza el tedio y la sinrazón de la administración, irguiéndose desafiante como símbolo del feísmo en uno de los más extraordinarios paisajes urbanos de Galicia.
Dejé atrás los cacharros de feria que hibernan en Ferrol gracias a la estulticia generalizada que hace a la ciudadanía incapaz de verlos en otro espacio que en la alameda más antigua de Galicia, rebasé el surtidor y en mi mente entró por vía ocular una collage en el que todos los tonos del atardecer reverberaban en una apenas perceptible neblina que difuminaba las ramas desnudas de los árboles que circundan la muralla del Arsenal, creando un extraordinario punto de fuga hacia Ferrol Vello con la ayuda de la Alameda del Carbón y de unas esponjosas nubes arreboladas que resaltaban contra un cielo que esa misma mañana habían limpiado las lluvias.
Esa foto que nunca haré tiene unos efectos que sólo existen en mi mente: En ella no está el espantoso Mercado Central, ni la gasolinera, ni los cacharros de feria, ni el añadido del teatro; sí están la muralla, la Puerta del Dique, la fachada de Ucha, el Monumento a los héroes de África y los viejos y retorcidos árboles que están siendo paulatinamente sustituidos, como metáfora de lo efímero de la vida humana.
En mi composición las aceras están arregladas, no hay construcciones de hormigón ni pintadas... y ni siquiera hay coches. Un extraño sortilegio los ha desviado por un túnel o por un arcoiris y ha hecho de Irmandiños un bulevar en el que los peatones se solazan alrededor de San Julián, los niños pasean en bici y algunos de esos que creen que pueden detener el paso del tiempo corriendo hacen acto de presencia con sus uniformes del Decathlon.
Y me alegro de no haber llevado el móvil encima y de haber tenido que escribirlo, de no haber tenido que encuadrarlo ni pedirle a nadie que me retoque la foto. Me alegro de poder mirar a través de mis propios ojos toda la magia que encierran los últimos rayos del sol cuando atraviesan esas indecentes ramas que han decidido desposeerse de cualquier artificio para mostrarse en toda su impúdica desnudez.
Sucedió una fría tarde de mediados de febrero, y si hubiera tenido mi teléfono móvil encima es posible que hubiera inmortalizado el momento con una de esas fotos para las que no hace falta saber de fotografía, ni de encuadres, ni de absolutamente nada. Lo cierto es que el momento era mágico: Desde la parte de atrás del Jofre, donde ese surtidor de gasolina simboliza el tedio y la sinrazón de la administración, irguiéndose desafiante como símbolo del feísmo en uno de los más extraordinarios paisajes urbanos de Galicia.
Dejé atrás los cacharros de feria que hibernan en Ferrol gracias a la estulticia generalizada que hace a la ciudadanía incapaz de verlos en otro espacio que en la alameda más antigua de Galicia, rebasé el surtidor y en mi mente entró por vía ocular una collage en el que todos los tonos del atardecer reverberaban en una apenas perceptible neblina que difuminaba las ramas desnudas de los árboles que circundan la muralla del Arsenal, creando un extraordinario punto de fuga hacia Ferrol Vello con la ayuda de la Alameda del Carbón y de unas esponjosas nubes arreboladas que resaltaban contra un cielo que esa misma mañana habían limpiado las lluvias.
Esa foto que nunca haré tiene unos efectos que sólo existen en mi mente: En ella no está el espantoso Mercado Central, ni la gasolinera, ni los cacharros de feria, ni el añadido del teatro; sí están la muralla, la Puerta del Dique, la fachada de Ucha, el Monumento a los héroes de África y los viejos y retorcidos árboles que están siendo paulatinamente sustituidos, como metáfora de lo efímero de la vida humana.
En mi composición las aceras están arregladas, no hay construcciones de hormigón ni pintadas... y ni siquiera hay coches. Un extraño sortilegio los ha desviado por un túnel o por un arcoiris y ha hecho de Irmandiños un bulevar en el que los peatones se solazan alrededor de San Julián, los niños pasean en bici y algunos de esos que creen que pueden detener el paso del tiempo corriendo hacen acto de presencia con sus uniformes del Decathlon.
Y me alegro de no haber llevado el móvil encima y de haber tenido que escribirlo, de no haber tenido que encuadrarlo ni pedirle a nadie que me retoque la foto. Me alegro de poder mirar a través de mis propios ojos toda la magia que encierran los últimos rayos del sol cuando atraviesan esas indecentes ramas que han decidido desposeerse de cualquier artificio para mostrarse en toda su impúdica desnudez.
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