Por fin parece que ha llegado. El albor me ha sorprendido deleitándome con el repiquetear del agua en los cristales, con el olor acre y fresco de las primeras lluvias. Se calma mi ansia de chimenea y pies mojados y vuelvo a mi eterno ciclo suspendido por un tiempo en el que el otoño se olvidó de venir.
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Saco del armario la manta marrón chocolate y me transmuto en esa otra persona que es tan yo como la que se sumerge en las heladas y esmeraldas aguas de mi tierra en los días de pulpo, vino blanco y mejillones.
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Ahora es el tiempo del unto en la lareira, de las neblinas hechas jirones, del pan de broa y de la miel, tal vez de alguna ocasional búsqueda de setas rematada con vino tinto y queso cremoso del Eume.
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Mi ausencia me impide seguir la metamorfosis de las fragas, y escuchar el graznido mañanero de un impertinente córvido que sabe que en el interior reina sobre las gaviotas. No estar significa no inhalar los efluvios del pino en el hogar, calentando como siempre y desde siempre. No veré el carvallo pintarse de colores, ni a los abedules sulfurar las riberas, ni a los sauces desnudarse sin pudor. No me mancharé las botas de barro ni escucharé a lo lejos el súbito disparo del cazador.
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Caldo gallego de ayer, más amargo y más redondo, una tarde de cine, un paseo de bufanda y botas de agua, pisando los charcos de agua limpia con un rayo del sol discreto que por no molestar ni siquiera calienta.
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Casi todos los míos se han muerto en estos días nostálgicos, buscando calidez en la otra orilla y dejar su reumática dolencia en las cenizas. Yo puedo recordar perfectamente todo ese mundo de potas y tocino blanco, de olor a humo y de chocolate los domingos. Acaso sabré algún día transmitir la dulce delicia de sentir una hoja crujir bajo tus pasos en un presente macilento de cláxones y narices moqueantes, abandonándome al Norte con la misma sinceridad con la que un día lo traicioné con el Sur.
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